Juan Pablo Díaz
Hablando de pascuas y regalos, existen algunas, que pasaron a ser memorables. La primera bicicleta, la casa de muñecas, el equipo de buceo, la máquina fotográfica, la pascua solidaria, los amigos secretos, la Pascua en la calle, el viaje en familia, la que nos pilló lejos de casa, la recién separados, la del anillo de compromiso, la triste, sin ese ser querido; la fantástica, la que estuvimos enfermo o la que no estábamos ni ahí. Dudo que alguien haya tenido una pascua sin un regalo, aunque lo comprara él mismo.
¿Se han preguntado ustedes, por qué regalamos para Navidad? La necesidad de regalar nace del que regala, no del que lo recibe.
Supongo que los lectores de esta columna dejaron de creer en el Viejito Pascuero hace rato. Algunas personas piensan que se regala para conmemorar el nacimiento de Jesús y, claro, coinciden las fechas, pero ¿Para que regalamos? Si fuere sólo un acto solidario con aquellos que tienen menos, podríamos hacerlo cualquier otro día. Algo tienen que ver las casas comerciales, pero no puede ser el único motivo.
Investigué la costumbre de regalar y descubrí un secreto que quisiera compartir.
Cuentan los antiguos que cuando Jesús nació, los tres reyes magos, Melchor, Gaspar y Baltasar, fueron advertidos por una luz divina, y como ellos creían en los signos celestiales, siguieron la estrella de Belén hasta encontrar al niño y lo adoraron, como que era Dios, pero también constataron que el oro, incienso y mirra que llevaban eran insignificantes al lado del regalo que Jesús les ofrecía, y les pidió que lo proclamaran a los cuatro puntos cardinales. En ese mismo instante, la humanidad contrajo una deuda infinita que nos acompañará siempre. Nuestra ansiedad por regalar se origina como una retribución a ese inmenso regalo que Jesús nos obsequió. ¿Existirá algún regalo que pueda superar o equiparase al valor de la vida eterna? A mí no se me ocurre.
Perdonen, casi me olvidó, ¡Feliz Navidad!
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