Eugenio Yáñez
La "crisis de la educación" es tema de permanente debate en el último tiempo en nuestro país. Quisiera referirme a un aspecto de ella, pero no desde la perspectiva de los problemas y desafíos que enfrenta el sistema educacional chileno, sino en su origen, es decir, examinar brevemente algunos de los problemas que enfrentamos los padres para educar a nuestros hijos.
La primera dificultad tiene relación con la estructura familiar propiamente tal. La encuesta Bicentenario UC-Adimark 2006 arrojó entre otras cosas, que pese a ser altamente valorada como "institución" (77,4% sigue pensando que el matrimonio es para toda la vida), la familia chilena enfrenta una serie de profundos cambios y grandes tensiones, "por causas mayormente desconocidas", lo que provoca su progresiva disolución. La tasa de nupcialidad es cada vez más baja: 3,4% anual (de 105 mil matrimonios en 1990 se ha descendido a 55 mil el 2005). Agreguemos que el 25% de los hogares chilenos son ya monoparentales, y de ellos un 85% esta a cargo de una mujer (44% son hogares indigentes y 37,4% pobres). Además, un 58% de los niños nace fuera del matrimonio (una de las tasas más altas del mundo). Un 72,7% de las madres primerizas no están casadas. La tendencia indica que seguirán aumentando este tipo de hogares por la baja en la nupcialidad y aumentos de divorcios, así como por el gran número de niños nacidos fuera del matrimonio. A este complejo panorama habría que sumar la gran cantidad de hogares con serias conductas disruptivas, como la violencia intrafamiliar, el alcoholismo y la drogadicción. Según cifras del SERNAM siete de diez chilenas sufren maltrato psicológico y físico. 70 de ellas mueren cada año. Estudios de la UNICEF (2006) señalan que tres cuartas partes de los niños chilenos han experimentado violencia física y psicológica en su hogar. Tampoco se debe olvidar a los más de dos millones (13,7%) de chilenos asolados por la pobreza (Encuesta Casen 2006) y a los 197 mil niños, entre 5 y 17 años que trabajan, de los cuales 107 mil lo hacen en condiciones indignas. ¿Cómo educar en estas condiciones?
¿Y qué pasa con aquellos hogares denominados, si se me permite la expresión, "bien constituidos"? La forma de vida o el clima social y cultural en el cual estamos inmersos, con sus altas dosis de estrés, competitividad, individualismo, materialismo, relativismo moral, libertinaje, etc., dificulta acompañar a nuestros hijos en su proceso de crecimiento (psicológico, espiritual y físico). En la era del "tener más, para ser más", que nos obliga a vivir para trabajar y no trabajar para vivir, uno de los mayores males que aqueja a los padres es la falta de tiempo para los hijos (por supuesto, encontramos honrosas excepciones, o sea, padres excepcionales). No es muy extraña la escena del padre o la madre llegando tarde y cansados a casa, que tras los "¿cómo te fue? / bien gracias" de rigor, sólo desea hacer efectivo su legítimo derecho a relajarse, es decir, ver televisión sin que nadie lo moleste con problemas domésticos. Pareciera ser que la "prevalencia de la lógica individualista de la economía de mercado" (Encuesta Adimark-UC) conduce inexorablemente a muchos progenitores, ya sea por exceso de trabajo, o para decirlo eufemísticamente, por la constante preocupación de asegurar el futuro (económico) de su familia, a descuidar o "abandonar" física, psicológica y afectivamente a sus hijos. Cuando ellos reclaman por la ausencia, respondemos: "es por tu bien, estoy preocupado de tu futuro" (esta respuesta se asemeja al cartel que se coloca en obras en construcción: "disculpe las molestias, estamos trabajando para usted"). De ese modo, aunque no se quiera, se les va enseñando que lo importante en la vida es el éxito económico, o dicho de otro modo, que la felicidad se encuentra en poder disfrutar de nuestros bienes materiales.
Estos padres ausentes, muchos a su pesar, pero ausentes al fin y al cabo, delegan, entonces, su rol de educadores a otras instancias, principalmente el colegio, exigiéndole al establecimiento educacional que entregue a sus hijos saberes y virtudes que precisamente ellos deberían en primera instancia entregar. La ausencia del padre o la madre debilita el vínculo afectivo y genera a mediano o largo plazo pérdida de autoridad, provocando entre otras conductas: desapego, desobediencia, rebeldía o indisciplina. Para remediar este mal, algunos padres se vuelven excesivamente severos, privilegiando el castigo o la violencia como medio de resolución de conflicto. Otros optan por la permisividad. Bajo el lema "si no puedes con él", únete a él intentan ser amigos de sus hijos, con el agravante de convertirse en la última generación que temió a sus padres y la primera en temer a sus hijos. Los mencionados estudios de la UNICEF arrojan que en la actualidad los padres y madres se sienten inseguros y desorientados para poner límites y exigencias. Resultado: hijos más solos, menos controlados y más carentes de normas. Es decir, mal educados.
Estos papás que se preocupan incluso con esmero de proveer a sus vástagos de lo materialmente necesario, cumplen sin duda una gran labor. Además, si por esas cosas de la vida, alguno de ellos presenta problemas emocionales o de otra índole, naturalmente le paga el mejor psicólogo o psiquiatra que su bolsillo pueda solventar, siempre y cuando no lo involucre a él en la terapia. El problema aflora, entonces, cuando en este afán por garantizar el futuro descuidan lamentablemente el presente, relegando a segundo plano lo espiritualmente necesario, que exige disponer de tiempo para legar otro tipo de bienes más importantes y perdurables que no se compran en el mercado. Y así vamos poco a poco perdiendo el rumbo y cuando queremos enmendarlo es a veces demasiado tarde, pues estamos ante la presencia de perfectos desconocidos.
¿Cuál es, en consecuencia, la mejor herencia que podríamos dejar a nuestros descendientes? Sin duda podría ser "una buena educación". Pero no entiendo bajo este respecto pagar un colegio caro, que los prepare bien para la PSU y les garantice estudiar una buena profesión con la cual ganar mucho dinero y obtener poder, sino encaminar nuestros esfuerzos a fortalecer la voluntad de nuestros hijos, para que sean capaces de resistir el mal y perseverar en el bien; a formarles una inteligencia lucida, que les permita descubrir el bien y la verdad, y a alimentar un corazón generoso, siempre dispuesto a la entrega gratuita, o sea, al amor. En otras palabras, los padres debemos educar a nuestros hijos para la verdad, el bien y la belleza. Así estaremos logrando que sean más y no sólo tengan más, en otras palabras, dejando una verdadera fortuna: una buena educación, en suma: un buen ejemplo y más aún, un buen recuerdo. Lo demás es añadidura.